11.03.2014

Y recordé cómo, cuando estaba ebrio y buscaba hacer sentido de al menos una cosa en el caos absoluto de mi cabeza, tu nombre completo y sin errores fue lo primero que mi mente pudo pronunciar limpiamente, como un ancla que me mantiene en la realidad.

11.02.2014

And every story I have told is part of me

A veces deseaba realmente que los domingos duraran para siempre. No porque odiara los lunes, que no tenía clase; no porque quisiera salir, que eso se hace los viernes y sábados. Simplemente me gustaban los domingos en sí.

Nunca tomaba clases los lunes para intentar tener dos domingos, pero no tenía caso. Había mucha gente, mucho ruido, y hasta el sol se sentía diferente.

Ella compartía mi miedo al fin de los domingos y, desde que nos conocimos, este miedo se intensificó en ambos, como si se hubiera sumado en el momento en el que nos besamos.

El atardecer era el momento que de más angustia nos llenaba, y, al mismo tiempo, el que hacía que amáramos los domingos. Abrazados con fuerza e inmóviles, veíamos desaparecer las calles doradas. Solo nos volvíamos a mover cuando no quedaba ni un rayo de sol, y lo primero que hacíamos era mirar el desconsuelo en los ojos del otro.

Nos acurrucábamos en la cama, en medio de la oscuridad, y solo hablábamos en susurros hasta el día siguiente.

-Tengo miedo -no estaba seguro si lo acababa de decir con la boca o con los ojos.
-Yo también, pero va a pasar. Siempre pasa.
-Y regresa.

No sabía qué responder. Acepto que lo que sentíamos era irracional, pero ¿no es justamente lo irracional lo más intenso?

Cuando despertamos, era domingo otra vez. Todos los calendarios, relojes, celulares, computadoras y cualquier otra cosa que te diga la fecha nos lo indicaba. Pero lo que nos convenció fue la gente: mis padres se habían levantado tarde y preparaban el desayuno con total tranquilidad; ella llamó a los suyos y prácticamente los despertó; las calles estaban vacías y no había ruido. Era domingo.

Cuando finalmente nos convencimos de que no habían instaurado un nuevo feriado, nos sonreímos con incredulidad. Salimos a caminar y fuimos a nuestro café habitual. Después de unos cuantos sorbos, nos dimos cuenta de que no lo estábamos disfrutando tanto, así como la caminata, que se sintió sosa a comparación de otros domingos.

-Creo -comencé- que acabamos de descubrir lo que hace que un domingo sea un domingo.
-Que suceda solo una vez a la semana.
-Y que se haga esperar.
-Y que lo perdamos al final del día.
-Aún nos falta la prueba de fuego. Tenemos que ver nuestro atardecer.

Y así, esperamos hasta ver nuestras calles doradas. Intensas, intensas, y luego apagadas, muertas. La verdad es que se veían idénticas a las de otros domingos, pero no nos hacían sentir nada.

Regresamos a la cama, nos miramos, y nos comenzamos a reír.

El día siguiente fue el lunes que más amamos de nuestras vidas.

Y así fue como le perdimos el miedo al fin de los domingos, y pudimos disfrutarlos aún más que antes, porque ya no nos angustiábamos. Si bien se acababa, sabíamos que venía otro dentro de siete días.